El regreso del soldado sobreviviente de Takrouna

Entonces, apenas 20. Todo permanece intacto en el flujo permanente de sus recuerdos. Los hechos, las sensaciones, los miedos, las esperanzas siguen estando ahí).
     "Iba cruzando la plaza cuando vi que por la otra punta venía caminando mi padre. El también me vio a mí. Corrimos y nos abrazamos. En cuanto pudo hablar, me dijo: '¡Sabía que ibas a volver!'.
     "Y seguimos caminando hacia mi casa. ¡Volver a mi casa! ¡Cuánto había soñado con ese momento!".



                       "Don Antonio" ubicado arriba a la derecha

Antonio evoca una vez más la escena como si la volviera a vivir.
"La emoción del reencuentro con mi madre me duró para siempre. Ella lloraba y yo también lloraba. Pero aquellas lágrimas eran distintas a las de mi partida.
"El día que me fui, ella puso en mi mano una medallita con la imagen de San Antonio de Padua y me dijo: 'Cuando tengas dificultades o estés en problemas, rézale. Te va a ayudar'.
     "Y le recé y cómo me ayudó. Tanto que al final había logrado volver; y volver ya era un milagro.
     "Me fui en pleno invierno. En enero de 1942. Hasta la estación me acompañaron mis padres y mi hermano Pino. Mi padre, para que la partida no fuera tan dura, interrumpía el silencio hablando de mi infancia, de nuestras vacaciones en el campo de la tía Adda. Me hizo sonreír a pesar de la tristeza. Pasamos por la puerta de la escuela Industrial y pensé: ¡Qué felices aquellos días de estudiante!
     "Llegamos a la estación y el tren, a punto de partir, lanzaba bocanadas de humo negro y rugía como si la demora le molestara. Subí y, ya en marcha, me asomé por la ventanilla y saludé con la mano. Vi los ojos tristes de ellos que me miraban como si fuera la última vez.
     "Mientras atravesábamos la campiña me entretuve componiendo una cuartina. Hacía frío. ¡Qué diferente de aquellas horas en el campo de la tía Adda, que mencionaba mi padre!

Mirando el campo se oye la tristeza.
Todo es desnudo y frío alrededor.
Ya no está la primavera y su belleza
ni los pájaros cantan su canción.
     

      "Con el tren llegamos a Lecce. En el distrito militar me hacen la revisación médica y me mandan a Emilia Romagna. El viaje es placentero. Una familia, al verme tan joven y solo, decide compartir conmigo su almuerzo. Durante el viaje conversamos y establecemos una imprevista amistad que me reconforta. Al llegar a Cesena, las cosas cambian. Comienza mi preparación militar, con sus dificultades y contratiempos hasta que, ya próximo el verano, una noche nos ordenan presentarnos de inmediato en el comando.
     "Nos suben a un tren, sin decirnos a dónde nos llevan. Atravesamos Calabria, cruzamos el estrecho de Messina y nos metemos en la campiña siciliana.
     "Observo a mis compañeros. No parecen preocupados. Algunos cantan, otros juegan a los naipes, y yo me duermo hasta que llegamos a Palermo. Desde allí vamos a Castelvetrano, para subir al trimotor que, volando bajo sobre el Mediterráneo, nos traslada a Trípoli.

     "En el aeropuerto nos están esperando los camiones para conducirnos al frente. Durante el viaje, un interminable paisaje gris nos rodea por los cuatro costados. El desierto. Es como mirar el infierno. Nos internamos en él hasta llegar a Marsa Matruh, en Egipto.
"Bajamos y, sin descansar, nos hacen cavar las trincheras. Sorpresa: en la mía desentierro huesos humanos. Es mi nueva habitación. Acomodo mi armamento: fusil, cartuchera, bombas de mano y puñal. La calma dura poco.
     "Apenas tenemos tiempo de descansar. Escucho truenos, pero no anuncian lluvia. Aquí no hay lluvia. Son los cañones del enemigo que empieza a atacarnos y se producen las primeras bajas entre los nuestros. Establecemos la primera vecindad con la muerte. Antes yo la imaginaba de otra manera. La muerte era algo que le ocurría a los viejos o los que sufrían largas enfermedades. Ver morir a un muchacho de veinte años que hasta hace unas horas tenía el mundo por delante, es terrible. Desconcierta. Golpea fuerte. Pero con el correr de los días nos vamos acostumbrando a los estallidos, al dolor, a los gritos, al hambre, a la muerte.

  
 
      "Los ingleses avanzan. Cada vez los ataques son más violentos. Tenemos que replegarnos y cavar nuevas trincheras. Resulta agotador, porque además escasea el agua y también la comida. Para colmo, cuando sopla el viento vuelan las dunas y el calor se torna insoportable. De día uno se ahoga y de noche siente frío. Durante las guardias, escuchamos el aullido de las hienas. Produce una sensación lúgubre. Como si presintieran o anunciaran la muerte. Y los ingleses continúan atacando y atacando. Tienen un poderío bélico impresionante. Están en todo el desierto, cercándonos.
"Seguimos retrocediendo y cavando trincheras. No nos queda otra. Por suerte en la aldea de Sirte encontramos abandonadas unas canastas con dátiles secos. Es un alivio, pero dura poco. La artillería enemiga sigue causando estragos.

     "No podemos resistir y nos derivan a Medenine, en Túnez.
     "Los abastecimientos no llegan. Estamos cayendo en el desorden general. A la noche me encuentro con dos compañeros que traen los birretes llenos de dátiles frescos. Les pregunto dónde los consiguieron. Me señalan una dirección incierta: "Allá... Unos árabes...". Decido ir en busca de ellos. El hambre siempre empuja hacia los peores caminos. Y tengo mucha hambre.
     "Avanzo a la deriva, sin encontrar a nadie. Cansado, decido volver y cuando lo hago, de repente oigo a mi espalda una violenta explosión. El resplandor de la deflagración ilumina la noche mientras siento un fuerte golpe en la nalga izquierda. Estoy completamente aturdido, pero consciente. Me detengo, y permanezco inmóvil.

     "Ya sé qué ocurrió. Me metí en un campo minado y con mi pie arrastré el hilo de una mina. Giro lentamente en ángulo de 180 grados para emprender el retorno por los mismos pasos y evitar las minas. Introduzco la mano en mi ropa y creo sentir la humedad de la sangre. Intento serenarme a pesar del pánico. Saco del bolsillo la medallita de San Antonio y me pongo a rezar en medio de la soledad y la desesperación.
     "Retrocedo tratando de colocar mis pies en el mismo lugar por el que vine. Apenas toco el suelo. Paso por el hueco donde estalló la mina. Hasta que logro salir del campo minado. Camino sin rumbo, desorientado, y de pronto, en medio del silencio, retumba una violenta orden de alto. Es el guardia. Sigo caminando y él me apunta. Avanzo y me pide la contraseña del día, pero yo no la conozco. Cobro noción del riesgo en que me encuentro. Si no la pronuncio, en un segundo más el guardia puede dispararme. Entonces grito con toda mi fuerza: ¡Soy italiano!. El guardia se acerca, me pone el fusil en el pecho y me dice: “Te salvó el grito; ya iba a dispararte”.

     El guardia está inquieto porque escuchó una explosión muy fuerte sin saber de qué se trata. Le cuento que fue por mi culpa, al arrastrar el hilo de una mina. No lo puede creer. En la enfermería comprueban un fuerte golpe en mi nalga, pero no hay sangre.
     Es aún de noche. Guiándome por las trincheras llego a mi puesto. Cuando le comento la aventura a un compañero, me dice: “Fue un milagro. Te salvaste por milagro”. Entonces abro la mano y le muestro la medallita de San Antonio. Y me acuerdo de mi madre.
     Intento dormir cuando, en plena noche, dan la orden de alistarse con urgencia para ir a reforzar un sector que está siendo devastado por los ingleses.
     En los camiones nos dirigimos a la ruta donde nos empiezan a atacar aviones enemigos. Abandonamos los vehículos, corremos al campo y nos tiramos cuerpo a tierra. Nadie sabe qué hacer. Las bombas caen en todas partes. Entre los estallidos se oye el grito de las víctimas. Pienso que llegó el fin. Desde el suelo, de reojo, veo pasar los aviones. Cada uno que se aleja es un alivio. Pero vuelven. Las oleadas continúan hasta el amanecer.

     Al terminar el ataque decidimos volver a los camiones, pero en ese momento nos damos cuenta de que estamos rodeados. Los ingleses avanzan con los tanques. Nos lanzan toda su artillería encima. Todo vuela en pedazos.
     Es el caos. No hay mandos, jerarquías ni órdenes. Corremos y nos tiramos cuerpo a tierra. Yo ya no puedo hacer nada y, pase lo que pase, me quedo en el suelo, agotado, inmóvil, no sé cuánto tiempo. Si me matan, que me maten.
     De repente callan los cañones de los tanques y comienzan las ametralladoras, que son implacables. Veo caer muertos o heridos a muchos compañeros. Lanzan gritos desgarradores.
     Hasta que cesan los disparos. Espero un rato y luego decido pararme. Lo primero que advierto en medio de la confusión es el bulto de un soldado que me apunta y me hace señas. Con mirada severa me dice que avance. Tiro el fusil, me desabrocho el cinturón, levanto los brazos y, además del dolor y del miedo, siento una gran humillación".

                                                  Las alambradas del desierto

      (Estamos en la su casa, casi solitaria a la mañana. Mientras continúa su relato, la mirada de Antonio tiende un puente muy lejano sobre el tiempo. Nos traslada desde nuestras cambiantes horas hasta la distante inmutabilidad de su memoria.)

     Me llevan a la fila de los prisioneros y emprendemos una marcha agobiadora a través de la interminable planicie. Físicamente no aguantamos más. Moralmente estamos destrozados. El paisaje bélico a nuestro costado es increíble. Cientos de tanques y de vehículos militares, en medio del páramo. Parecen el cauce de un río. Al final nos suben a unos camiones cubiertos con lonas y nos llevan a un campo de concentración, en Alejandría, Egipto.
     Permanecemos rodeados por una doble alambrada muy alta. Por el medio circulan los guardias.
     A la noche tratamos de dormir bajo las carpas, en el suelo.

     El día resulta peor que la noche. La arena es tan blanca que el reflejo del sol nos irrita los ojos. Las horas no pasan nunca y la comida es mala. Nos dan de vez en cuando cigarrillos negros. Transcurren los días y los días... sin saber qué va a ocurrir...
     Inventamos un juego para combatir el aburrimiento. Apostamos un cigarrillo a ver quién junta más piojos. Una vez establecido el ganador, se realiza la matanza de los insoportables bichos. Nunca fumé, pero ahora decido hacerlo, porque nos dicen que el cigarrillo ayuda a evitar la malaria.
     Pasan lista cada mañana. Hasta que un día llegan soldados indochinos y nos llevan a empujones hasta un camión.
     Mientras trato de subir, alguien me golpea la espalda con el fusil y pego con la boca en el camión. Siento un gran dolor y me sale sangre. Un compañero me mira y me dice que tengo un diente roto.
     En la estación de Alejandría nos suben a un tren de pasajeros, con civiles. Enfrente está sentada una mujer que habla con el soldado que me custodia y luego me ofrece un paquete de masitas, que le agradezco con un gesto. Después de varias horas el tren se detiene. El cartel de la estación dice: El Cairo.

     Nos trasladan a un alojamiento muy grande donde disponemos de catres para dormir. A la mañana entran dos soldados armados y se llevan a dos compañeros. Pasa el día y no regresan. Al otro día, ni bien amanece, escuchamos voces de mando y, en seguida, varios disparos.
     Más tarde aparecen de nuevo los soldados y sacan a otros dos. Para elegirnos nos cuentan y separan a los múltiplos de diez. El método provoca preocupación y miedo. Le puede tocar a cualquiera.
     A la mañana siguiente, oímos otra vez las voces de mando y los disparos del pelotón. ¡Los están fusilando! Sentimos terror. Es patético escuchar la cuenta cada vez que nos eligen. Hasta que me toca a mí y veo ya cerca la muerte. Me llevan con otro prisionero.
Avanzamos por un pasillo angosto. No nos permiten hablar y cualquier gesto es reprimido con la culata del fusil.

     Después nos introducen en un salón donde un oficial inglés, en perfecto italiano, me ordena sentarme. Y comienza un minucioso interrogatorio. Me pide datos sobre el lugar de donde procedo: fábricas, estaciones, hoteles y sitios estratégicos.
     Para no traicionar a mi patria apelo a una coartada. Le digo al oficial que siempre he vivido en el campo y que al tren lo ví por primera vez cuando partí para cumplir con el servicio militar. Supongo que él, me cree, pero insiste. Hasta que sin lograr nada, da por terminado el interrogatorio. Salgo convencido de que me derivarán al pelotón de fusilamiento. Sin embargo, noto un repentino cambio en la forma de tratarme. Me entregan un uniforme nuevo, un pantalón largo, una camisa caqui y un birrete que me identifica como prisionero italiano. Y me conducen a una dependencia que no conocía. Al ingresar lanzo una exclamación. Ahí están los compañeros que considerábamos muertos. No los habían fusilado. Todo era un simulacro para asustarnos y hacernos hablar. Y yo, satisfecho, me digo: "¡Vencí!".

                                                      El difícil camino a la libertad
     
      (A partir de aquel día, la guerra adquiere un rostro distinto para Antonio. Desde El Cairo los prisioneros italianos son conducidos a Gaza, en Palestina, y de ahí a Lidda. A Antonio le asignan un trabajo en la cocina: fregar platos, y recibe una pequeña compensación salarial. Unas piastras que va acumulando, todavía no sabe para qué.
     En Lidda, después de varios meses recibe noticias de su familia. La carta tardó mucho en llegar, pero ahora sabe que ellos están bien allá, en su pueblo y que lo esperan. Y por primera vez la idea de fugarse pasa por su mente.
     Comienza a analizar cada detalle. Enfrente está el Mediterráneo. Su único camino a Italia. Pero, ¿cómo atravesarlo? El principal inconveniente, en principio, es la ropa. Cualquiera puede reconocer su uniforme de prisionero italiano.
     También necesitará disponer de muchas rupias. Para reunirlas, se le ocurre una idea. Con lo que le pagan compra cigarrillos en la cantina de los oficiales y se los vende a los árabes que, a raíz de la guerra, tienen dificultades para abastecer el vicio.
     No gana mucho, pero suma rupia tras rupia. Lamentablemente, discute con un oficial inglés: no quiere continuar en el fregadero de platos. Su rebeldía le acarrea un castigo de tres días en el calabozo, a pan y agua. Finalmente lo destinan a servir en las mesas de los suboficiales, donde avizora la posibilidad de conseguir un birrete inglés. Le permitirá encubrir durante la huida su condición de prisionero)
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     Un día, tras el almuerzo, voy a retirar los platos cuando sobre el respaldo de una silla veo el birrete olvidado por un inglés --evoca Antonio--. No dudo un instante. Lo recojo y lo meto en un lugar seguro, escondido. Y sigo con mi trabajo. Al volver a la sala encuentro a un suboficial que me pregunta si no ví su birrete. Le digo que no. El me mira, desconfiado, pero se va.
     "Varios días después, durante la noche, le anuncio a Gino, mi compañero de habitación, que voy a fugarme. Me dice que estoy loco. Que es muy peligroso. Que ni siquiera conozco idiomas. Pero no lo pienso más. Me voy. Nos abrazamos y me desea suerte. Me pongo el birrete inglés, me arranco las tiras que me identifican como soldado prisionero y, sin ser visto, salgo en busca de la ruta que va a Tel Aviv.

     "La noche es fresca. Sobre la carretera hago señas a unos autos para que me lleven. Nadie para. Hasta que se detiene un camioncito viejo que transporta materiales en desuso. No va a Tel Aviv sino a Haifa, que está cerca. Me pide treinta piastras por llevarme. Estoy de acuerdo, y en pocos minutos alcanzamos mi meta. Me deja frente a un hotel donde, como carezco de documentos, no me reciben. Después de escuchar la misma respuesta en otros hoteles logro que en un alojamiento me cedan una pieza compartida con tres árabes. Me acuesto vestido y escondo los zapatos abajo de la cama. A la mañana me despierto tarde. Los árabes ya se fueron.
     "Tomo un ómnibus para ir al puerto y noto que los pasajeros me miran sorprendidos. Por mi birrete deducen que soy un militar inglés.

     "Me meto en una fonda. Hago cálculos. Puedo comer una vez por día. Pero no me alcanza para pagar la cama.
     "Por razones 'estratégicas' decido trasladarme a la parte alta, al monte Carmelo, desde donde contemplo el mar. Una higuera se convierte en mi nuevo hotel. A la noche me recuesto bajo su copa y me quedo mirando las estrellas. Es una noche serena. Me parece que reina la paz y siento que mi libertad es inmensa. Abarca el cielo y la tierra.

     "A la mañana retorno a la realidad. Ni reina la paz ni estoy libre. Me acerco al puerto, tratando de no llamar la atención y eludiendo cualquier presencia policial.
     "Me entero de que están esperando el arribo de un barco italiano. Mi única salvación.
     "Pero no llega y las noches son cada vez más frías. ¿Qué hago? La casualidad me acerca a una terminal de ómnibus y me pongo a conversar con el sereno. Advierte que soy italiano y siente lástima por mi situación. Durante las siguientes noches me permite dormir en los asientos de un colectivo.
"Ya no me queda dinero. Mis esperanzas se desmoronan, hasta que por fin llega un barco de guerra italiano.

     "Ahora o nunca. Es mi oportunidad y me encamino a la fonda del puerto. Espero hasta que se hace de noche y bajan algunos marineros. Verlos aparecer me produce una gran alegría. Les pregunto si entre ellos hay alguno de la provincia de Lecce. Me dicen que sí, pero se quedó en el barco. Un poco desilusionado, sigo aguardando.
     "Hasta que entra un marinero y uno de los que hablaron conmigo lo llama. 'Aquí hay un paisano tuyo', le dice. El se acerca. Es de Castro Marina y yo de Maglie. Casi vecinos. Se llama Mario.
     "Le pido que me ayude. Le comento que hace dos días que no como. Me responde que el barco está controlado por los ingleses. Es imposible llevarme a bordo sin que me detecten. Se expone a un castigo. Finalmente, ante mi insistencia, me promete que tratará de hacer algo.

     "Al día siguiente lo veo aparecer de nuevo.
     --Te traigo buenas noticias -dice--. Conseguí un birrete y el pase de salida de un compañero que quedó de guardia. Con eso podes subir al barco.
     "Me indica que debo cortarme el pantalón, porque los soldados italianos repatriados que se encuentran a bordo, con los que voy a mezclarme, vienen de la India y usan pantalones cortos. Los ingleses no quisieron hacerse cargo de ellos porque están enfermos.
     "Le pido a la mujer de la fonda una tijera, corto el pantalón y me cubro la cabeza con el birrete de marinero que me trajo Mario.

     "Al subir al barco, los guardias que marcan los pases se miran como diciendo a este no lo conozco, pero avanzamos rápido y no hay problemas. Ya arriba, siento deseos de abrazarlo muy fuerte a Mario y expresarle toda mi gratitud.
  


     "Paso una noche tranquila y a la mañana me reúno con los soldados de la India. Estoy con Mario, cuando de repente un oficial empieza a pasar lista y va separando a los nombrados hasta que quedan cuatro que no figuran en su registro. Entre ellos estoy yo. Mi corazón empieza a retumbar como un tambor.
"Se produce un gran alboroto. Mientras algunos suplican y lloran, yo aprovecho la confusión, le pido a Mario un cigarrillo y le digo: “Bajá a buscarme un escondite, que te sigo”. Haciéndome el indiferente, simulo ante los guardias de la escalera que no tengo nada que ver con el problema. De ese modo desciendo sin que me detengan. Mario me conduce hasta la proa y logro meterme en el hueco que hay entre la chapa del barco y las vértebras de la estructura. Permanezco en una posición insoportable. Apenas la puedo tolerar. Para colmo, tras la partida, demorada a causa de mi desaparición, el barco gira y el sol cae sobre mi lado. El calor se torna agobiante. Por suerte Mario, en cuanto puede, me trae agua.
"Durante la noche, desde mi escondite escucho movimientos y voces. Me siguen buscando. Un oficial da la orden de abrir el recinto de las cadenas del ancla. “Miren en todos los rincones”, grita. Otra vez la angustia y el miedo. Estoy a centímetros de ser descubierto. De pronto oigo que el oficial dice: “Fíjense en ese hueco de la proa”. Justo donde estoy yo. Pero el marinero, sonriendo, le responde: “Señor, en ese lugar no puede entrar ni un gato”.
     Cuando se retiran, Mario me trae algo de comer. Le pido que me busque otro escondite porque no podría sobrevivir un día más.

     Esperamos que los oficiales se vayan a dormir y Mario, tirando de mis piernas, me ayuda a salir. Estoy completamente entumecido.
     Sin que nos vean, nos dirigimos a un lugar próximo a la sala de mando, donde, cerca del techo, cruzan unas hileras de caños. Me meto ahí, acostado. No puedo mover ningún miembro; solo logro inclinar apenas la cabeza, lo que me permite ver el mar y a los oficiales, sin que ellos me vean mí.
     Desde Haifa navegamos a Port Said, en la entrada del canal de Suez, continuamos por el lago Amari, volvemos a Port Said, y desde Alejandría la nave enfila hacia mi querida Italia.
     A poco de partir, oigo que desde un altavoz anuncian: “Si hay prisioneros prófugos a bordo, pueden presentarse sin temor a sanciones”.

     No dudo un instante y salgo de mi escondite. Un oficial me mira con hostilidad. Supongo que es el que logré eludir cuando me escondí en la proa. Me obsequian un paquete de cigarrillos Tre Stelle, y me proporcionan el nombre y la matrícula de un marinero que se encuentra de licencia.
      -“Tenés que aprender de memoria la matrícula para repetirla cuando nos registren los ingleses” --me explican.
     "Por fin arribamos a Tarento, en el mar Jónico, donde los ingleses nos ordenan formar fila y comienzan a pasar lista. Cuando pronuncian mi nuevo nombre respondo: ¡Presente!, y, sin vacilar, repito el número de la matrícula. Y tengo el convencimiento de que por fin me reencuentro con mi ansiada libertad".

     Tras permanecer cuarenta días en una dependencia militar de Tarento, Antonio es dado de baja. Y por sus servicios lo indemnizan con once mil liras.
     Pensé que con esa cifra era rico -recuerda- Nunca había tenido en mis manos semejante cantidad.
     Esa misma noche inicié el regreso a mi pueblo, en tren. Al desayunar en Lecce, mis ilusiones de riqueza se desvanecieron: al mirar la cuenta, supe que seguía siendo pobre. La lira estaba completamente devaluada.
     En un tren de carga que salía a las 11 me dirigí a Zollino y de allí a mi ciudad.
     Cuando ingresé en Maglie y me encontré con mi padre en la plaza, alguien corrió a avisarle a mi madre que yo había regresado, y al llegar a mi casa, ya me estaba esperando. Verla de nuevo fue la emoción más grande de mi vida.

     A la noche me reencontré con mi cama. ¡Qué alivio! Volvía a mi mundo y sentía que todo empezaba de nuevo. Tuve la sensación de que cuanto me había ocurrido ya estaba escrito antes de que ocurriera. Cerré los ojos, sentí que el miedo había desaparecido y que me rodeaban, como si pudiera verlos, el silencio y la tranquilidad.
     Pero a media noche me despertó la luz de mi habitación. La había encendido mi madre, que se encontraba allí, a mi lado. Yo estaba tirado en el suelo.
     “¿Qué te pasó, hijo? Escuché que gritabas ¡A tierra! ¡A tierra!... Oí un ruido, vine a ver qué ocurría y te encuentro ahí... en el suelo... Vamos, levántate. La guerra terminó. Estás de nuevo en tu casa. Con nosotros. Volviste, gracias a Dios... Gracias a Dios y a San Antonio, al que tanto le rezamos".

                                                             De los Apeninos a los Andes



     Concluida la guerra, Antonio Secolo intentó abrirse camino en la paz. No era fácil para una Italia económicamente arruinada. Se fue a un pueblo vecino a buscar un porvenir, y encontró a Palmira, una joven con la que, ni bien intercambiaron las primeras miradas, supieron que se estaban esperando.
      Se casaron. Debían afrontar las dificultades de posguerra. Momentáneamente las esperanzas permanecían alejadas de la península: no se veían. ¿Dónde estaban? Al tiempo, Antonio decidió ir a buscarlas.
     Averiguó que no quedaban demasiadas promesas convincentes en el extranjero. Las más alentadoras parecían provenir de la Argentina. Antonio acababa de releer De los Apeninos a los Andes, relato de Corazón, el dilecto libro de Edmundo De Amicis. Y tenía una visión idílica de aquellas lejanas tierras.
     No lo pensó más. Hacía cinco meses que Palmira le había anunciado el próximo arribo de su primer hijo. Necesitaban un destino feliz para todos. Y Antonio partió tras esa ilusión.
     La Argentina derivó para él en otro nombre propio que apuntaba al sur: Bahía Blanca, donde en una metalúrgica pudo desarrollar su oficio. Tampoco le regalaban las cosas. Tenía que ganárselas con esfuerzo; y ahora, a la soledad sumaba la tristeza de la familia ausente. Un amigo albañil le ayudó a construir una habitación en la calle Entre Ríos al 1.800.


Un año y medio después, realizó el viaje más ansiado de su vida. Se fue a Buenos Aires a esperar el barco que traía de Italia a Palmira y a su pequeño hijo Sergio, de un año. Recién lo iba a conocer. El reencuentro se convirtió en una grata reedición del relato de De Amicis. La triste ausencia caía derrotada.
     Se instalaron en la casita de la calle Entre Ríos, que pronto se fue ampliando hasta convertirse en una confortable vivienda, donde nacería con el tiempo su hija María Gabriela.
     "Todo ha sido escrito --reitera Antonio, rotundamente--. No soy practicante de la religión, pero sé que existe alguien, un Creador, aunque nuestra mente, tan limitada, no pueda describirlo ni explicarse cómo creó todas estas maravillas".
      En la década del 90 volvió dos veces a Italia. Una con su esposa y otra con su hijo. En realidad, como cuando escapó del cautiverio, siempre está regresando a Italia. Ni siquiera se desprendió del idioma natal que, al hablar, irrumpe dominante en su expresión.

     En el fondo de su antigua casa, donde aún vive con Palmira, cultiva una pródiga huerta, con frutales, y dispone de un fresco y amplio patio frecuentado por sus nietos. Un recinto consagrado a la vida. Parece la antítesis de la guerra. Es la paz. Y desde la paz, en su idioma mixto, Antonio nos dice:
     “Me paso el día cuidando las plantas. El patio de mi casa me hace pensar que estoy en Italia... Al entrar en mi casa se entra en Italia...”
     Y nos convida con unas dulces brevas blancas que el verano acaba de poner en exquisita sazón. Parecen dátiles.


 

Poema a su esposa Palmira, compuesto en acróstico:
 
 
 

Desiderio di baci e di carezza
 
E la tua bocca ed il roseo viso
 
Bella tu sei per chi ti ama
 
E inseme costruiremo il nostro nido
 

 
Nitida e pura tu sei come la neve
 
Esile e profumata come un fiore
 
Darai per chi ti vuole tanto bene
 

Eternamente amore amore

 
  
Tenera tu sei nel tuo bel fare
 
Tutto l’amore tuo e casto e puro

 
Orgoglio sento in me que fa sognare
 
Perenne sará el mio amore vero e puro
 
 
Amore tu chiedi e te lo dono
Luce tu sei Della mi avita
 
Madre tu sarai e questo e il tuo bel dono

 
Amarci sinceramente per la vita

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